Llegó hace 200 años a las Islas Galapagos, con un grupo de marineros. Era un aburrido pero curioso siervo de la corona Británica, que dejó aquel mundo reprimido para vivir su curiosidad con pasión. Uno de esos humanos como Newton que cuando vio caer una manzana, no se la comió y ya, sino que descubrió la ley de la gravedad.
Este prófugo de las vanidades y comodidades vio que un mismo pajarito cambiaba su anatomía de una isla a otra, en aquel extraño mundo de iguanas, tortugas y lobos marinos; después entró en el mundo de los silencios, en que las ideas van tornándose letras y papeles, pero pasaron décadas antes de atreverse a decir que los dioses no existen, " que el hombre es producto de la evolución".
Hoy doscientos años después, aquel estudiante pobre de la Universidad Central, aburrido de aprender para dar exámenes y pasar el año pensaba- soy uno de esos millones de ecuatorianos que no ha visto Galapagos, un paraíso reservado a los turistas ricos del planeta y a unos cuantos miles de colonos. Lo que más me sorprende de estas islas, es que aquel mundo en lejano Pacífico Sur, haya inspirado a un ser humano para ser capaz de enfrentar a los dioses, como un nuevo Prometeo enseñando a los humanos a usar el fuego de la ciencia.
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