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martes, 1 de noviembre de 2011

El encantador de mujeres

Cuando escuchaba su historia de mi amigo don Juan, me parecía que estaba mintiendo.   Había recorrido el mundo y en cada lugar nunca le faltó una mujer diferente.   Cuando me veía al espejo, aun pensaba que tenía algún atractivo, a mis más de cincuenta años, pero había renunciado a las aventuras amorosas, porque en alguna parte se me perdió la valentía para hacerlo, so pretexto de la fidelidad matrimonial,  del amor a los hijos, de la imagen de profesional y de persona seria, pero el matrimonio desde siempre fue la cuna del amor y el cementerio del placer.
Es que para nosotros los hombres y mujeres  con vocación de polígamos, amor y placer van por caminos separados.   En el amor, la fidelidad es la piedra angular,  en tanto en el placer lo es la aventura, esa sensación de vuelo libre por paisajes desconocidos, que despiertan todos los sentidos, incluso el de peligro.
Las décadas pasaron dando estabilidad y seguridad a los miembros de mi familia, así fue como nuestros hijos se hicieron grandes, pensando que la vida de sus padres era un buen ejemplo a seguir.   Cuando algunas veces surgieron las discrepancias  severas, estuvieron de acuerdo con el divorcio, es más, lo creyeron necesario, pero yo había aprendido a temer a las mujeres porque, no se si por imbécil, por vanidoso, creído, torpe o feo, tropecé con cierta clase de ellas, que  al volver a verlas me daba cuenta, que era una goma para lo peor de ese género, desde que me casé, o por que en mis escapadas caí en la fealdad  física e incluso moral, como un ciego o un ingenuo, arrastrado por una ola de calor y un palpitar acelerado que lo arrastraban a   orgasmos donde que mezclaba lo repugnante con lo emocionante.
Así me vi atrapado por bocas e intrigas, con  capacidad para poner mi nombre en el piso, mi matrimonio en peligro y amor a mis hijos  en duda, sin que yo incluso les haya llegado a tocar.
  Y eso causo estragos profundos en mi vida familiar, que me hacía avergonzarme no de haber estado con otra mujer, sino con mujeres de baja calaña y poca presencia.  Cuando me veo en el espejo, aún me pregunto ¿ Por qué si puedes reconocer a una mujer bonita, nunca la has tenido en una de tus aventuras?
Esto me llevó a preguntarme como mi amigo de 74 años, podía acostarse con muchachitas de 19.  Para mi la riqueza de un ser humano, parte de su edad, cuanto más joven tienen mas riqueza física, así que puedo decir que tenía la clave para acceder a esa riqueza.

Mientras caminaba meditabundo en la calle 9 de Octubre de Guayaquil, , viendo ir y venir a las muchachas, llegó mi amigo  y me presentó a la bailarina joven, que se metió en su cama anoche, no era tan maravillosa como el me la describió, pero lo era para él.

Pasaron los días y lo vi con una morena,  pero de 50 años, ella lo visitaba para pedirle tan sólo placer,  y él se preocupaba por ella, le ayudaba a conseguir trabajo, pero ella no tenía problemas cuando lo veía con otra mujer. ¿Cómo diablos había conseguido eso?   Yo había llegado al punto que no me atrevía a mirar a las mujeres, porque temía las escenas de mi esposa, y la larga letanía de todas mis supuestas fechorías, que sin empacho se gritaban en la mesa, delante de los hijos, al menor desfase doméstico.
Hasta que por fin descubrí cual era su secreto, él:  las veía bellas. Su cerebro y su corazón tenían espacio suficiente para abrigar a más de una mujer.
 A Lo mejor no lo eran, y las mujeres, sabían que él las veía así, y que no tenía temor alguno en decirlo y manifestar su alucinación.  Cuando la alucinación pasaba, en él quedaba un profundo sentimiento de gratitud, que se convertía en sentimiento de amistad.  Finalmente era un amigo, un aliado, un confidente y eso para ellas era lo suficientemente bueno.
Yo por el contrario al acercarme a una mujer no me sentía a mi mismo , era entrar en un laberinto  que marchitaba mi risa, y me ponía esa mueca estúpida del que quiere ser simpático. Me preguntaba si me veían como un    mentiroso, un aprovechado, un hombre sin valía dentro y fuera de su casa, un mendigo de placer.
Finalmente creo que en eso me convertía.  Era simplemente un culpable, ese culpable que mi mujer odiaba y yo también.  Aquí y allá me sentía viejo y feo, torpe para estas lides.  Ese rumiar de mis pecados  había molido mi alma aventurera en las relaciones sexuales y me había convertido en asceta, un monje que buscaba en la abstinencia sexual la virtud o el autocastigo, por  mi sometimiento,  por mi resignación.
Aun no se que es mejor,  sigo  en casa pero con voto de abstinencia dentro y fuera, como un camino para ser libre de esta culpa.  En casa soy el protector, no el amante, y en la calle soy el que hace algo, pero no el que busca a alguien.
Mi amigo me vino a contar que se había enfermado a sus años con una enfermedad venérea de fácil tratamiento,   el médico le recomendó una medicación,  le advirtió sobre el sida, yo le regalé preservativos.  Me alegra que en el mundo haya personas como él,  porque si todos fueran como yo el mundo sería gris.

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