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lunes, 5 de diciembre de 2011

El Editor

Esto de editar programas para televisión era precisamente lo contrario a lo que había soñado.  Cuando entró en el mundo de la TV, pensó que viajaría de aquí para allá y de allá para acá. Nunca se le ocurrió pensar que tendría que sentarse a darle forma y contenido a esos treinta minutos que disponía en el canal de televisión.
Amansar sus sueños, dejar de ser el potro brioso para acostumbrarse a ser caballo de establo era realmente doloroso, se lo veía en su cuerpo, donde los músculos dejaban de ser el fundamento de una figura gallarda, para comenzar a ponerse displásico,  y con la vista más opaca día a día.
Era entrar en un túnel donde la luz, las formas, los sonidos eran capturados en el mundo luminoso y sin paredes, para luego ser convertido en armonía, entonces pesaba mientras filmaba, una imagen vale más que cien palabras, pero al momento de editar tenía que reconocer que una palabra hace más que cien imágenes, por eso nos trastornan las palabras.
En aquel espacio cerrado, sin otra conexión con el mundo que la Internet, venía la segunda fase después de la filmación, el pautaje y el guión.   Es que los guiones originales eran sólo motores de despegue para iniciar la búsqueda, luego venía ese construir.  Entonces la realidad y la fantasía entraban en un duelo, pues al parecer la realidad tiene más matices que la fantasía y aunque cuanto se diga puede estar apoyado en evidencias, es posible cortes, tonos, arreglos y acomodos, finalmente la verdad no existe, tan sólo una relativamente buena o mejor aproximación a la realidad.   En esta fase lo que quedaba en claro es que nada es verdad, nada es mentira, todo está de acuerdo al cristal conque se mira, y el tiempo hace que los lentes para ver la realidad sean cada vez mas perfectibles y fiables, pero finalmente la realidad es un mundo dinámico que muta de un segundo a otro.
A aquella arquitectura de sonidos y colores había que ponerle alma, música, canciones, emociones, fuerza, espíritu, aquel soplo mágico que los dioses daban a los hombres para que estos se volvieran los agradecidos de Prometeo, el ser de la Mitología Griega, que robó el fuego para enseñarles a los hombres su uso y desde entonces padece una agonía cada noche, en que viene un pájaro a comer sus entrañas y al día siguiente su cuerpo vuelve a recomponerse, mientras está atado al mundo que quiso transformar, dejando atrás sus privilegios y aposentos celestiales en el Olimpo.
Este morir en la insatisfacción, en la transitoriedad, en la popularidad, en la vanidad momentánea y renacer en la ilusión de hacer algo mejor, es desde siempre la maldición de los artistas, de los creadores de los inventores, de los buscadores que llevan sus sueños y esperanzas al delirio y luego chocan con los hechos y las durezas.
Entonces viene la fase final, la más cruel, la del que a todos quiere complacer y a nadie termina por satisfacer.   Ese someterse a los indices de sintonía, que dependen de factores ajenos a su voluntad como el horario, la ola de moda, es decir si en ese momento la gente corre como ovejas o moscas a los talk shows, lo demás parece fuera de ambiente, o si hay furor por el sensacionalismo, los programas cómicos, los partidos de fútbol, por lo político, o los programas rosa, o los de violencia roban la atención.
Ser creador, artista, científico en un país del tercer mundo es ser un mendigo esperando que un viento de suerte te levante como hoja caída, pensó.
Ya había perdido la fecha, incluso no sabía el día en que se encontraba, el lunes y el domingo habían encontrado la misma apariencia y afuera parecía que el planeta estaba rotando en otra dirección.  De pronto este vivir contracorriente se volvió interesante, novedoso.  Era un escaparse de lo establecido, de lo considerado normal, era un encuentro con Juan Salvador Gaviota, aquella gaviota del cuento que
dejó de ser la gaviota de los basurales.

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