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jueves, 17 de febrero de 2011

El hipócrita


- ¡Serrano hipócrita!- fue el grito que le caló en el alma. Venía de una cultura de tradición católica y de una capital donde mentir era necesario. Se miró al espejo mientras se afeitaba. Su esposa costeña se lo había dicho mil veces desde que se casaron y l aprendió a reconocer que esas actitudes disfrazadas de cortesía, que inventaban excusas y mentirillas para salir del paso, dejando una falsa expectativa o un impresión favorable, pero incorrecta, fueron su modus vivendi.
Lo aprendió de su madre, de la cocinera, de su padre, de sus amigos, de sus profesores, de los funcionarios públicos y sobre todos de los políticos que aprecían en todos los medios de comunicación.
Cuando terminó de afeitarse se preguntó si sería posible un día diferente. Al llegar a Tulcán recordó aquel mundo radical y católico donde las mujeres eran completamente
diferentes a las costeñas. Al mirar el famoso cementerio encontró sentido a la costumbre de tragar ostias en la iglesia. Gracias al cielo Dios le volvió a perdonar el domingo pasado.

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